MIMISMA

Tan difícil es autodescribirse como tan difícil es esquivar hablar solamente bien de uno mismo.
Que el parecer quede en cada una de las apreciaciones de mis lectores

diciembre 31, 2006

MIS DESEOS con VALOR AGREGADO

El calor agobia esta mañana última del año 2006. En la soledad de la casa las paredes contribuyen a mantener el peso de la temperatura humedecida a alto porcentaje.
No elaboro ideas para publicar. Me limito a leer en la pantalla pequeña de mi compu, las noticias, opiniones y reflexiones que aparecen en los distintos periódicos del mundo.
Elijo "Peaje antes del brindis" publicada en La Nación.
Y comparto con ustedes, mientras una gota de transpiración responde al esfuerzo de mi fisiología para equilibrar temperaturas corporales. Resbala desde la nuca prolijamente por la columna vertebral hasta, sí, hasta allí, donde encontrará la duda de qué hacer con el sendero que se bifurca o que termina en un punto indecible y necesario...

FELIZ AÑO... Deseo que pronuncio sin filosofar, para no ajar el brillo de estreno que conlleva el primer segundo del 2007.
QUE NOS VAYA BIEN A TODOS




Reflexiones
Peaje antes del brindis
Memoria y balance, corazón adentro. Adiós Año Viejo, buen día Año Nuevo. Un examen de inconciencia, una manera de hacerle caso a nuestra piel

Cómo se pasa el almanaque. Y haciéndose la distraída, cómo se pasa la vida. ¿Cuánto hace que brindamos por el 2006? Hay sobradas razones para soltar queja: últimamente los años nos están viniendo con varios meses de menos. ¿Es justo eso? Ante lo irreparable, ahora que baja sus cortinados este 2006 después de Cristo y los abre el 2007, ahora que estamos en esos días en los que nos ataca el deseo de ser un poco más buenos, ahora, precisamente, afrontemos una ceremonia que incluye memoria y balance, es decir, examen de conciencia y de inconciencia. Como peaje para el brindis.

Salgamos ya al patio o a la terraza. Icémonos, abracémonos al alarido. Y empecemos de una vez a sembrar el abismo. Entretanto semillan las semillas, preparémonos para recibir una noticia flor. ¿Qué noticia? Calma, paciencia.

Descalcémonos para una misa o asamblea bajo techo de intemperie. Pregunta crucial: ¿son ciertos los síntomas de apocalipsis? ¿Nuestro tan violado planeta puede irse a la mismísima Nada? Compatriotas del cosmos, lo grave y bochornoso es que podríamos llegar al final de los finales sin siquiera colapso, suicidados de necedad y desmayo. Digámoslo: hacemos méritos para conseguir un apocalipsis de morondanga.

Así las cosas: para que la Vida no nos olvide, ni el Sol se desentienda, tengamos a bien, humanos, recuperar la sensualidad-conciencia. Aprovechemos el cambio de año para tomarnos el pulso y saber si estamos con los pies sobre el paraíso, es decir, sobre la tierra.

La mesa está tendida. ¿Por qué? Vaya detalle, porque tenemos posibilidad de mesa. Veamos: ¿y con quién vamos a compartirla? Saludable sería que con los heridos de intensidad. En medio del vértigo y la trituración, ¿recordamos que nuestro cuerpo es mucho más que el depósito de las honorables tripas y el petulante cerebro?

Sigamos. ¿Con quién más compartir la mesa del adiós y del buen día? Con los desesperados. ¿Que son incómodos, intratables? No abusemos de nuestra cobardía: en este mundo –que galopa, por el momento–, ellos, los desesperados, son los despiertos; los únicos capaces de vadear el irreparable suicidio y devolverle semblante al planeta. Ellos, los santos desesperados, nos recuerdan que estamos muy desnudos debajo de nuestra eventual ropa.

Examen de inconciencia. Revisémonos. Por empezar, la especie humana, a medida que se ha ido alfabetizando, se ha vuelto más analfabeta. Analfabeta para las cosas primordiales. Comenzamos por perder el prodigioso sexto sentido. Después perdimos, uno a uno, los otros cinco. Y, al final, degollamos el instinto de la conservación: arrasamos bosques, pudrimos aguas, corrompimos aire, agujereamos cielo, toleramos genocidios preventivos, humillamos hasta la vejación a la Casa de la Tierra. Los animales, los que quedan, nos miran estupefactos. Y los robots se ruborizan y sienten una gris vergüenza ajena.

Pero aún estamos. ¿Estamos? Quién sabe. Sigamos con el inventario anual. Con la misma vehemencia con la que progresamos para los prodigios de la técnica y de la ciencia, nos fuimos quedando ciegos: ciegos de oídos, de tacto, de lengua, de olfato, de ojos. Y raudamente, ¡ciegos de corazón!

Perdón por el sermón. Pero el caso es que el humano crece mutilándose: sabe, pero no siente. O no sabe sentir. De la alegría perdió el rastro y el dolor ya no le duele. Entretenido con sus hazañas, los humanos no advertimos que nos estamos apagando... ¿Alguien quedará para alzar el último puñadito de cenizas?

No se da cuenta el humano (el bien comido y bien leído) que es una picardía sin retorno huir hacia el abismo. Darse cuenta del sabor del aire se ha vuelto una hazaña reducida a los extravagantes. Recordémonos: para vivir plenamente cualquier religión, patria o ideología, siempre hay que cumplir un requisito imprescindible: estar vivos. Y estar vivos (caramba, caraxus) significa estar despiertos. Eso se ha vuelto una casualidad. Estamos en vía de traspapelarnos de toda aurora, y de toda memoria. No hay caso, no queremos aceptar que el corazón y la cabeza se necesitan. El corazón y la cabeza, ¡y los riñones también!

(Y la noticia flor, ¿para cuándo? Calma, paciencia.)

Suenan campanas. ¿Que qué es una campana? Es lo más parecido a un corazón abierto, de par en par. Ese corazón nos avisa que alguien ¡en este instante! aprende en pulso propio que / no se nace cuando se nace. / Se nace tanto después, / cuando el pecho / se nos pone poco para tanto corazón. / Cuando los dedos / se nos escapan de las manos. / Cuando los cuerpos / se desembocan / y se pierden y se estallan y se encuentran. / Cuando el alma del cuerpo / se nos prende fuego / porque otro cuerpo, / en el mismo pestañeo del sol, / viniendo en dirección contraria / ha transpuesto el umbral del mismo ojal.

Y no callan las campanas, corazón en bronce. Una entrañable voz juana nos avisa: ¡A comer, a comer que el alimento se nos enfría! Una voz andrés nos pide: Momento. Tengamos a bien recordar que la comida no a todos se les enfría: hay demasiados muchos que no tienen mesa, ni pan de cada día, ni pan de cada noche. (Ellos, ¿quiénes?, los secuestrados que no son noticia, los secuestrados por el hambre. ¿Nadie reclama en multitud, nadie paga rescate por ellos? Caramba, caraxus.)

Continuemos. ¿Se podrá medir alguna vez el colesterol de la in-conciencia? Adelante. ¿Acaso vamos a arreglar el mundo? Quién sabe. Lo seguro es que, si seguimos haciendo la vista gorda, los flaquitos del planeta borrarán la línea del horizonte en sus cuatro cardinales. Por alguna insana y alevosa razón, en vez de multiplicarse los panes y los peces y los sueños, se vienen multiplicando los hambrientos y los analfabetos y los analfabetizados.

No miremos para otro lado. Preguntémonos: ¿Qué de ellos sin habla / sin presentimiento / sin pálpito? ¿Qué de ellos magros / pobrecitos / ni tibios? / ¿Qué de ellos / desolados, / habitando tanta desolación inexplicable? / ¿Qué de ellos y qué de nosotros / si sólo atendemos al corazón de nuestro bolsillo?

¿Escuchamos realmente el clamor de los desesperados? Si desatendemos ese clamor no habrá forma de vadear los presagios, se le caerá el sol a la palabra sol-idaridad. Y no habrá modo de convencer a la Vida para que siga siendo una rueda, que rueda.

No hagamos religión de la indiferencia. Si es menester, seamos dioses para abrigar a los que ya ni aliento tienen para pronunciar esperanza. Y bajémonos del caballo. Y empecemos a comunicarnos, depongamos el celular. No seamos impiadosos con tantas criaturas que andan por el mundo / como huesos solos, / desolados, / criaturas que ni dan sombra, / huesitos errantes, / huesitos sin sol, / desolados.

Seamos dioses nosotros, / para abrigar a esos huesitos sin sol. / Soplémosles tibieza. / ¡Soplemos juntos! ¡Soplemos todos! // Seamos un buen viento / que avecine lo desgajado / hasta que lo desgajado se aventose. / Y esos cuerpos cuerpitos / se encuentren / con sus ahora remotos latidos.

Ante la mesa tendida, examen corazón adentro. Nunca es tarde, compatriotas del aire, para tener conciencia.

Adiós año viejo. Buen día año nuevo. Atención: al final de nuestros brazos están las manos, y al final de las manos están los dedos. Soltémoslos. Desatémoslos, para que libertad sea mucho más que una palabra oportunista. No dejemos para mañana esa suelta crucial. Permitamos que los dedos nos deletreen, nos nazcan, nos aprendan, ¡y se lancen en busca de otros dedos!

Y hagámosle caso a nuestra piel. La piel ve. Ve más que la otra mirada, la de los ojos. La piel ve en plena noche. Ve detrás del sur y más detrás aún. Pero, ¿por qué la piel puede ver taaannnnto? Porque viene alumbrada por la luz de los cuerpos que se encuentran cuando se pierden. Damas y caballeros, tomemos nota de una buena vez: la piel no es un papel, es de ojos. De ojos en carne viva ¡que tienen hambre en la sed!

Sí, antes del brindis, más reflexión: la ecología no debe ser tema de ocasión. Cuidado con sólo ver la ecología en el ojo ajeno y no ver la viga en el propio. No nos dejemos ganar por el amor propio, que no es amor por lo propio: los nombres de los países son distracciones. La tierra entera es un país. Ojo al piojo: en estos días la madera cada vez estalla menos. / Y la fruta ha extraviado el semblante. / Y ya no suda el gemido. / Y el mar no recuerda la orilla. / Y los pájaros bostezan y en pleno vuelo se derrumban... // Y esto proseguirá de mal en peor, / de tibio en frío / mientras los cuerpos / no vuelvan a los cuerpos. Mientras sigamos distraídos y dejemos la solidaridad para mañana. Mientras sigamos creyendo que el mundo termina en el umbral de nuestra confortable casita.

Tengamos cuidado con el ojo y con el piojo. Ojo al piojo. ¿Hasta cuándo vamos a respirar impunemente? Despertemos de una vez. Miremos con los oídos y con las lenguas y con los dedos y con las narices, miremos hasta con los ojos cerrados. Despertemos, seamos solidarios con el sol; él no puede hacerlo todo. Ganemos el derecho de morder otro pedazo del prodigioso pan del aire.

Adiós querido y sufrido y gozado año viejo. Buen día, soñado año nuevo. ¿Y si le rompemos la nuca al pavor? Vean: cierta luz creciente siembra todas las superficies. Los colores se desperezan, empiezan a latirse. Escuchemos los colores. Hasta el fatigado gris tiene semblante. La furia es tempestad que pide celebración. La espiga se hace harina, la harina deviene pan. Ahí tenemos el rubor del durazno, la sabiduría de las uvas, la franqueza de la aceituna, el orgullo de la cebolla, la cordialidad del orégano, la emoción de la albahaca, el coraje del ajo.

(Y la noticia flor, ¿para cuándo? Calma, paciencia.)

Antes de seguir, ojo al piojo con los pecados. Hoy por hoy, los verdaderos pecados son, a saber: cancelar los dedos, las yemas de los dedos. Y desdecir la saliva. Y morder la fruta sin que el corazón nos dé patadas de emoción. Y poner las manos alrededor de una cintura sin pegar un alarido. Y comer el pan de cada día como si ese pan nos cayera del cielo y no de la tierra. Y besar de la boca para afuera… A propósito: aunque no figure en las tablas de la ley, es un crimen desbesarse. Entonces, ¿qué esperamos? Besemos bien adentro, más adentro, ¡sin dejar nada afuera! Compatriotas de la Tierra, besemos como Dios y el diablo mandan: ¡arrojándonos de cabeza en cada beso!

Damas y caballeros, observemos tooodo lo que pasa. Es la hora exacta de lo magnífico insignificante. Miremos a rajacincha: unos dedos abren un tomate por su mitad y le permiten el festejo absoluto, el de la herida. Otros dedos descoyuntan un durazno, y pasa lo mismo. Toda fruta abierta, desgarrada, sufre jubilosa… Entonces, un escalofrío le baja por la nuca a aquel sol que alumbra desde tan arriba, y mira las frutas tan heridas. Porque mira eso, el sol se retuerce, y quiere arrancarse del ojal que lo tiene prendido al techo infinito. Ay, cómo se retuerce el sol: se calienta y nos calienta.

Tiempo de saber, de sabernos: suceden aquí abajo, aquí arriba, muy pequeños milagros de rutina. El sol los recibe conmovido, los humanos no.

Perdón por el sermón. Pero ya es tiempo: todos deben compartir la mesa. Todos. Ni uno menos. No sólo los pieles blancas, los bien comidos de siempre. La mesa es también de ellos, con ellos. De ellos: los descalzos, exiliados, descarriados, cariados, marginados, fracasados, los desgajados. Y también la mesa es de los exagerados, y de los incurables a la hora de soñar, y de los fanáticos de la esperanza.

Si no es con todos, la mesa del mundo seguirá siendo amarga, escandalosa, perfectamente criminal.

Respiremos lo hondo. Desatemos nuestra lengua hasta saberle el íntimo sabor al aire. ¿El aire se deja? El aire es con nosotros. Y nosotros por él. Sí, compatriotas del cosmos, ¡todavía el aire!

Soltemos hasta la ternura de los benditos mails: Arroba mi niño / arroba mi sol / arroba pedazo / de mi corazón…

Arrojados de cabeza al tercer milenio, no hay más remedio que sembrar el abismo. No lo dejemos para mañana. Ah, y que no se nos olvide, las estrellas se pueden tocar.

Ahora sí, a brindar. Y si es con el luminoso vino oscuro, mejor. Entonces, ¡salud! ¡Y aleluya! ¡Y yahoo! ¡Y también huija! ¡Y alehuija!

Vamos, nos ha llegado el momento: coraje, tomémonos el pulso: ¿estamos vivos? Sí. Esta es la noticia flor. Ya es de hoy el día de mañana. ¡Y late el pulso!

Por Rodolfo Braceli


rbraceli@arnet.com.ar

(Rodolfo Braceli, como poeta, es autor de El último padre, La conversación de los cuerpos, Cuerpos abraSados y La Misa humana. Algunos pasajes de esta nota parafrasean momentos de esos libros.)